En estas fechas tan festivas de renovación y celebración de la primavera, no puedo más que crecerme en mi odio y mi asco hacia los homínidos que me rodean por vivir donde vivo. Pues si amigos, estamos en Fallas.
Es muy típico eso de odiar las Fallas “uhhh… me molesta que me despierten” “uhhh… no me gustan los petardos” “uhhh… me cortan las calles”, y es peor aún cuando nos ponemos a tratar de justificarlo: “uhhh… es una fiesta religiosa y sin sentido” “uhhh… no es una tradición, es franquista”. Todo eso son tonterías. La gente es gilipollas, y eso es una verdad más grande que la Ley de Gravitación Universal, sólo por eso, todo lo anterior se explica.
No, mi odio se dirige a una población concreta del increíble elenco de gallifantes que son las gentes falleras: me refiero a esos hombres de mediana (tirando ya hacia alta) edad, calvicie incipiente en su mayoría, barriga hinchada patológicamente fruto de un hígado que empieza a fallar tras años de beber para no recordar lo cutre y sin sentido de su vida, cerebro igualmente sumergido en fluido alcohólico la mayoría del tiempo, para preservarlo en la época de las películas de Pajares y Esteso. Estas criaturas, que aprovechan cualquier excusa, léase fiesta nacional, léase semana religiosa, para hacer cualquier estupidez que les venga en gana y sacar a pasear su alcoholismo con todo el orgullo, como si de ingleses en Ibiza se tratase. Ya de por si son motivo de odio, sólo de imaginarlos ya me empieza el corazón a bombear un extra de pus negra sólo para ellos, pero hay más, algo que ocurrió hace muchos, muchos años…
… corría el principio del siglo veintiuno, y una joven, melenuda, regordeta, granuda y pseudobarbuda forma de mi persona (es decir, apenas cambios con el modelo actual) volvía a casa a horas intempestivas una de esas noches de fallas, con las explosiones sonando a lo lejos, y alguna horrible versión de alguna horrible canción sonando en alguna plaza cercana. Cuando de repente: ¡luz! ¡Ruido! ¡Terror!
Una furgoneta de oscuro color se detiene a la vera de nuestro protagonista, y de ella bajan cuatro individuos, una peculiar versión fallera y cuarentona del Equipo A (y, ante todo, muy ebria). Al parecer, esto bebidos individuos, viendo las pintas del joven melenudo, han pensado que puede tener algún estupefaciente de utilidad, y, cual matones de instituto profesionales, rodean a su presa y empiezan a acosarla.
Imaginaos, vuelvo a casa hecho polvo y no puedo más que encontrarme con la versión envejecida de los tipos que me acosan en el instituto. “va, danos un porro” “que sé que tú tienes” “mira que mi amigo es policía” “no seas así” “eh, te estoy hablando a ti”. No se puede pedir mejor coro de admiradoras.
Gracias a los Dioses, llegados a las cercanías de mi hogar, la inclinación de las calles empezó a hacer mella en sus grasientas y varicosas piernas (así cómo en su frecuencia respiratoria) y logré perderlos por las callejas que suben la montaña, no sin que antes su jefe, puro en mano cual George Peppard con mocaor me soltase la única pulla que me provocó alguna reacción (pues ya se sabe que los matones comparten con los gorilas, entre otras cosas, que si ignoras sus intentos de intimidación y no estableces contacto visual, son mucho menos peligrosos, sin importar su edad), se echó la tagarnina a la boca y gritó “¡sé dónde vives!”
…Ante eso, no pude más que echarme a reír, ya seguro en las alturas de los viejos callejones mientras el pequeño odiador que hay en mí escribía en grandes letras negras un nuevo capítulo en mi Libro de Agravios privado.