Imaginad que alguien, sin avisar, os clava dos agujas justo debajo de los omóplatos y os inyecta pus negra hirviendo a la cavidad pulmonar. Podéis sentir como esa negrura tóxica os oprime la caja torácica, como cada vez os cuesta más respirar, mientras el veneno se va filtrando por vuestros alvéolos y los va quemando desde dentro. Luego el dolor pasa al pecho, se infiltra en el corazón, haciendo que lata más fuerte y más rápido, como si en vez de latir alguien lo estuviese apalizando con una cañería oxidada.
Una vez invadido el corazón, la negrura pasa a la sangre y viaja a cada parte de vuestro cuerpo, distribuyéndose por él en oleadas. Se mete en vuestros ojos y os ciega con el latido espeso de la. Invade vuestros tímpanos y sólo oís el martillear de vuestras válvulas intoxicadas. Vuestras extremidades tiemblan descontroladas, como si cada nervio hubiese recordado de pronto que teníais Parkinson y quiere recuperar el tiempo perdido.
Y finalmente llega al cerebro. Quema y corrompe la membrana lo protege, su negrura infecta toda la materia gris. Le da un color pardo verdoso, algo enfermizo y descompuesto que os lleva a no poder pensar en nada con claridad, ni razonar, ni dialogar, ni nada, sólo podéis pensar en una cosa... el odio.
Así de contento estoy últimamente por las tardes…
…pensad en lo feliz que puedo estar cuando me levanto por la mañana para comerme el atasco matutino y otras lindeces de La Ciudad.
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